Cuando las personas tenemos alguna limitación funcional que disminuye nuestra capacidad de autocuidado solemos mirar, en primer lugar, a alguien con quien tengamos vínculos familiares o comunitarios (de amistad o similares), para que nos eche una mano. Ello es así, básicamente, porque damos muchísimo valor a poder confiar profundamente en las decisiones y las formas que se adopten en el abordaje de la respuesta a necesidades personales tan íntimas y fundamentales y en las que está tan comprometida nuestra dignidad humana.
Obviamente, nuestra sociedad y nuestras políticas públicas han de tener en cuenta que las personas que se implican en el cuidado de sus familiares o amigas con limitaciones funcionales (o de cualquier criatura, por poner otro caso de cuidado primario) requieren, a su vez, apoyos; del mismo modo que, muy frecuentemente, las mencionadas personas que reciben cuidado primario necesitan otros cuidados y ayudas, complementarias con aquellas que les brindan sus familiares u otras personas allegadas.
Sin embargo, en nuestra normativa y, en general, nuestras políticas públicas de servicios sociales el tratamiento del apoyo al cuidado familiar (y, en general, primario) es manifiestamente mejorable, ya que, en términos generales:
Cabría decir que, en muchos momentos, nuestra visión bascula entre dos ideas igualmente extravagantes: la de la excepcionalidad del cuidado primario y la de su equivalencia funcional con el cuidado profesional (que podría, por tanto, sustituir o reemplazar el cuidado primario). En lugar de producir escenarios y formatos de sinergia entre el cuidado primario y el cuidado profesional (y, obviamente, el autocuidado), tendemos a verlos y construirlos en una suerte de juego de suma cero en el que o bien parecemos ignorar el cuidado familiar y comunitario o bien, paradójicamente y en un mundo al revés, lo configuramos como un sucedáneo del cuidado profesional en el que se pseudoprofesionaliza a la persona que cuida mediante un peculiar esquema de derechos (fundamentalmente a cobrar una cierta cantidad de dinero) y obligaciones (en términos, básicamente, de dedicación, tendente a exclusiva) que fabrica el imaginario de que el llamado “cuidador no profesional” es alguien que, con gran disponibilidad pero baja cualificación, hace algo que haría mejor una persona profesional con su correspondiente cualificación (pero que resulta muy costosa). En el modelo dominante, el apoyo de los servicios sociales profesionales al cuidado familiar carece de carácter estratégico y estructural y fácilmente se presenta como una actividad en la que se exige a la persona cuidadora que participe como contrapartida por el dinero que recibe.
Frente a un modelo social, de sistema de bienestar y de servicios sociales que construye, potencia y que (muchas veces hipócritamente) entroniza la figura de una cuidadora familiar todoterreno de altísima disponibilidad (que es un modelo de cada vez más alto riesgo para la persona cuidada, para la persona cuidadora y para la sociedad, por su insostenibilidad), es cada vez más urgente asumir que nos hallamos ante una crisis de cuidados que obliga a reformular el contrato social en busca de un ejercicio cada vez más libre, distribuido, responsable y humanizador del cuidado primario, lo que exige un reforzado y renovado papel de los servicios sociales y de los apoyos y cuidados profesionales que éstos proporcionan.